Sunday, 21 December 2014

El Testigo

Genaro, un jubilado de unos setenta años estaba sentado frente a un policía que martilleaba el teclado del ordenador con sus manos cuadradas. La habitación era estrecha, la luz entraba por un ventanal cercano al techo. Olía a tabaco y café. Mirando la pantalla, el policía se dirigió de nuevo a Genaro:
- Bien, ahora si es tan amable, explíqueme lo que usted vio señor Martínez.
Genaro mantuvo su mirada fija en la mesa del despacho:
- Pues verá usted señor comisario, yo entré en el bar de Paco a tomarme un café y echar una partida de cartas con los amigos.
- ¿Sus amigos también vieron lo sucedido?
- No, ninguno estaba allí, solo estábamos Paco y yo -contestó Genaro, sus grandes ojos azules se posaron en el agente.
- Bien, continúe.
- Entré y me senté a esperar, cuando estaba a medio café entró alguien. Me volví pensando que sería alguno de mis amigos, pero no, era un hombre de mediana edad, alto y de pelo castaño. Pidió algo y se sentó a una mesa. Al rato entró una señora de mi edad, con pelo corto, rubia, bien vestida.
- ¿Puede describirme que llevaba puesto?
- Un traje de chaqueta con falda oscuro, azul o negro. No estoy seguro pero era bueno -el comisario dejó de escribir un instante, Genaro aclaró- le sentaba bien.
El matraqueo del teclado comenzó de nuevo. Genaro empezó a sentir calor dentro de su chaqueta de pana.
- La señora se sentó en una mesa cercana a la mía.
- ¿El otro cliente podía ver a la señora? -los ojos castaños del policía lo miraban con atención.
- No, pero ella podía vernos a los dos.
- ¿El cliente nunca se volvió a mirarla?
- No lo sé, yo estaba de espaldas a él, pero no me lo pareció. Al principio ella actuó como si él no estuviera allí -Genaro se quitó la chaqueta muy despacio y la dejó sobre sus rodillas.
El agente volvió su atención hacia la pantalla del ordenador reanudando su ataque contra el teclado.
- Ya veo, continúe.
- Esta señora empezó a leer un libro rojo que sacó del bolso, yo -Genaro hizo una pausa algo avergonzado- bueno, la miré un par de veces, ya le he dicho que iba muy arreglada.
- ¿Le llamaba la atención? ¿Era guapa?
- Bueno, sí.
- ¿Que hizo ella? ¿Se dio cuenta de que usted la miraba? -El agente le guiñó un ojo con picardía.
- Sí, se levantó y se sentó a mi mesa. Estuvimos charlando unos minutos.
- ¿De qué hablaron?
- Del tiempo, las noticias, ya sabe.
Se reanudó el golpeteo del teclado, Genaro esperó unos segundos y siguió hablando:
- Estábamos charlando y de pronto ella se levantó, cogió su bolso y fue adonde estaba el cliente sentado. Sin detenerse abrió su bolso, sacó un revólver, le disparó a bocajarro en la nuca, fue hacia la puerta y se marchó.
- ¿Usted lo vio todo?
- Sí, claro, me volví para ver lo que le había hecho levantarse.
- ¿Podría reconocer a la mujer?
- Creo que sí.
- Muy bien, le voy a enseñar unas fotos, quiero que se fije usted bien y me diga si puede identificarla.
Genaro miró con detenimiento la media docena de fotos de mujeres sobre la mesa, una de ellas le resultaba familiar, pero trató de disimularlo.
- No comisario, no es ninguna de ellas.
- Muy bien, continuemos con algunas preguntas más.
Genaro salió de la comisaría media hora más tarde. Llamó a un taxi. Una vez sentado, sacó un libro rojo de su chaqueta, donde estaba escrita una dirección. Genaro se la dijo al taxista y se acomodó en el asiento, pasándose una mano por su cabello cano y dando un último toque al nudo de su corbata.
© Chelo Cadavid 2014

Finisterre II

La luz del amanecer despertó a Álvaro, que se desperezó incorporándose dentro de su saco de dormir. Comprobó que Sabela estaba a su lado, la chica seguía allí, dormida. Suspiró recordando lo sucedido el día anterior; no sabía cuánto tiempo había estado abrazándola hasta que dejó de llorar, pero para entonces era noche cerrada y Sabela era incapaz de dar un paso, así que la acomodó en su saco y estiró el suyo a su lado, había intentado mantenerse despierto en caso de que ella decidiera poner fin a su vida de nuevo, pero él también estaba agotado y había terminado por dormirse.
Observó el sol saliendo sobre el mar, la luz dorada sobre sus botas tiñéndolas de un color anaranjado, como si estuvieran en llamas. Finisterre, donde se quemaba lo viejo y se empezaba de nuevo. Como él mismo, podía sentir que hoy era el comienzo de su nueva vida.
Miró de nuevo a Sabela y de repente recordó, como se la había encontrado en el bosque y habían terminado el Camino en Finisterre, el dolor de ella por la pérdida de su prometido a un mes de la boda, que le había llevado a hacer el Camino de Santiago, sola, lo primero que hubieran hecho juntos como marido y mujer, para después tirarse por el acantilado en Finisterre. Suspiró recordando su propio dolor cuando su novia le dejó por otro, sin embargo esta vez el dolor era ajeno a él, sentía lástima como si le hubiera pasado a otra persona que ya no existía.
- Buenos días.
La voz de Sabela lo sacó de sus pensamientos. La muchacha lo miraba sentada. Parecía tranquila, la angustia del día anterior desaparecida.
- Hola, ¿has dormido bien?
Observó que tiritaba, el saco de ella estaba empapado por la humedad del ambiente y el rocío, por primera vez notó que el suyo también lo estaba.
- Sí, pero estoy calada.
- Creo que había un café en el pueblo antes del bosquecillo, ¿quieres ir a desayunar?
No quería dejarla sola, por lo menos quería alejarla lo más posible del acantilado.
- Daría cualquier cosa por un café.
Una hora más tarde estaban sentados delante de una gran pota de café y unas tostadas. De pronto Sabela le preguntó.
- ¿Qué vas a hacer cuando vuelvas a casa?
Álvaro tardó unos segundos en contestar.
- Volver a mi familia, mis amigos, mi trabajo ?suspiró, la idea de regresar le agobiaba? Empezar de nuevo, supongo. ¿Y tú?
Sabela se encogió de hombros.
- No lo sé, ayer sabía lo que quería, hoy no.
La voz monótona de ella le llamó la atención. El dolor del día anterior parecía haberse llevado también el alma. El motor que la había hecho llegar hasta allí se había apagado y con él la vida de la dueña. Álvaro empezó a sentirse culpable ¿qué derecho tenía él para obligar a vivir a alguien que no quería?
- Seguro que tu familia y amigos de echan de menos.
- Echan de menos a alguien que ya no existe, tengo que aprender a ser quien soy ahora. No puedo regresar, todavía no.
Álvaro bajó la cabeza. Sabela tenía razón, las últimas horas habían transformado su dolor en otro sentimiento, pero el tampoco se veía con fuerzas para regresar.
- ¿Puedo acompañarte?
- No tienes porque, ya has hecho bastante ?hizo una pausa? no voy a intentar suicidarme de nuevo, si es lo que piensas.
- Tal vez yo tampoco estoy listo para regresar ?reconoció Álvaro con una sonrisa.
© Chelo Cadavid 2014

Finisterre I

Álvaro caminaba recordando la euforia de sus amigos tras terminar el Camino de Santiago. Una aventura que habían empezado un par de meses antes; pocas semanas después de que Beatriz le dejara por otro. Se había despedido de ellos con un fuerte abrazo agradeciéndoles su compañía durante el viaje, para continuar hasta Finisterre mientras ellos descansaban en Santiago. Hacía casi tres semanas que no mencionaba a Beatriz y en su despedida les había asegurado que ya era parte de su pasado.
Álvaro no se había molestado en buscar albergue para esa noche. No lo necesitaría. Solo esperaba que el acantilado donde terminaba el Camino estuviera desierto.
De repente, detrás de una curva, se encontró una peregrina sentada en una piedra. La chica no le había visto. Álvaro se detuvo un momento, desconcertado. Tal vez solo debía continuar hacia delante, la muchacha probablemente se había detenido un momento a descansar. Él había venido a cumplir una misión y debía continuar hasta el final. Sin embargo, tras unos minutos, se detuvo con el ceño fruncido y dio media vuelta. La joven seguía allí sentada. Álvaro se acercó despacio y se agachó para estar a su altura; ella pareció darse cuenta de su presencia aunque sus ojos grises no parecían registrarle.
- ¿Estás bien?
La muchacha parpadeó y miró a su alrededor, sorprendida.
- Sí.
- ¿Cómo te llamas?
- Sabela
La suave luz reflejada en el rostro de ella le dejó sin aliento. Se pasó una mano sobre su apelmazado pelo rubio. No quería hacerlo, pero de repente escuchó su propia voz preguntando:
- ¿Vas a Finisterre?
Ella asintió con la cabeza. Álvaro recordaba a lo que había venido pero en ese momento parecía menos importante. La joven se levantó:
- ¿Tú también? -Álvaro asintió
- ¿Me acompañas?
Anduvieron juntos un rato hablando de sus aventuras durante sus respectivos viajes a Compostela. El Camino había salido del bosque y continuaba en cuesta. Finalmente llegaron a la cima, donde se encontraba un acantilado. Álvaro se detuvo contemplando el paisaje. Sabela siguió andando hasta el borde.
- Le echo tanto de menos ¿sabes? -estiró una mano hacia la nada, dejando que la brisa jugueteara entre sus dedos.
- ¿A quién?
- A Jorge, mi prometido. Íbamos a casarnos y hacer el Camino durante nuestra Luna de Miel. Murió de cáncer un mes antes de casarnos -suspiró y se volvió hacia el mar- hoy dormiremos juntos de nuevo.
Álvaro bajó la cabeza ¿cómo era posible que se hubiera encontrado con alguien con las mismas intenciones que él? Tal vez el destino se lo estaba poniendo fácil, dándole alguien que le ayudara a dar el salto al vacío, al olvido, a eliminar ese dolor que le había acompañado durante meses. Recordó algo que había leído en alguna parte: «La casualidad no existe, sólo lo inevitable». Miró a Sabela.
- Yo he venido a lo mismo. Me dejó mi novia -confesó sintiéndose como un niño caprichoso- ya sé que mi situación es muy distinta, pero tal vez el destino nos está diciendo algo ¿no crees?
- No -Sabela dijo con determinación- sin él no soy nada.
- Sí que lo eres, has caminado un mes tu sola, has visto otras ciudades y has conocido otras personas.
Las siguientes palabras de ella sonaron como una serie de dagas de hielo.
- Eres un cobarde. Déjame sola. Yo no tengo miedo.
- Estás aterrada. Sabes que eres capaz de seguir adelante sin él y eso no sólo te asusta sino que te hace sentir despreciable.
Álvaro no podía creer sus propias palabras. Apenas una hora antes estaba decidido a morir. Ahora quería vivir y evitar que ella se matase. No entendía por qué, solamente sabía que no era su momento y no quería que fuera el de Sabela.
- Vete -ella le miraba con desesperación- déjame.
- ¿Cómo podría vivir sabiendo que he permitido que te mates? -gritó Álvaro.
Sabela empezó a llorar.
- Ven aquí, por favor -él extendió los brazos.
Ella se acercó sin dejar de sollozar y él la abrazó.
- Quédate conmigo esta noche -le pidió él.
© Chelo Cadavid 2014

Verano e Invierno

Verano
Sentada en el puerto, observa las gaviotas flotando como boyas en un mar turquesa. Siente el calor del sol en sus pantalones oscuros, en la madera del muelle, y recuerda los paseos sobre esas mismas tablas, tratando de imaginar que estará haciendo él en ese momento. Aún recibe sus cartas; pero se están espaciando cada vez más, y aunque ella lo intenta, y contesta rauda, narrando con detalle todo lo que la acontece, tejiendo su propia historia y tratando de mantenerla unida a la de él, siente que los hilos se aflojan irremisiblemente, sin que ella sea capaz de detenerlo. Suspira, deseando que esa ola que se aleja llegue a la costa donde él se encuentra, y le transmita el sentimiento que acaba de salir su pecho.

Invierno
El mira los barcos alejarse en la distancia y el sol reflejado en el mar recordando esa luz en otra costa. En las cartas llenas de vida de ella siente ese calor, y por unos momentos le parece que estuviera a su lado, sentado con ella en el puerto.
Pero levanta la vista y percibe una luz grisácea y fría. La neblina se apodera de su alma y se siente incapaz de transmitir nada que no sea penumbra. Observa una ola que reluce por unos segundos, que parece traerle un recuerdo, pero que finalmente golpea contra las rocas muriendo suavemente en la sombra. Su mano en el bolsillo acaricia una carta que comienza: Lo siento, Penélope
© Chelo Cadavid 2014

The Good Samaritan

He remembered how they met. Waiting next to each other to cross the street. The traffic lights changed, but she stayed very still, a nervous white stick hovering before her. He offered his arm to her and they talked while crossing the wide avenue. By the time they reached the other side, she was slowy writing numbers with her finger on his open hand, while he was memorizing them with a smile on his face.
© Chelo Cadavid 2014

La Plaza

El anciano observaba el suelo de la calle con fijeza. Toda su vida estaba allí, en esa plazoleta. Sus zapatos de colegio, saltando las baldosas. Recogiendo del suelo el pendiente que su mujer había perdido durante la boda. Los apresurados pasos para ir al hospital, donde abrieron los ojos por primera vez sus hijos y nietos. La música rasgada de las ruedas de sus cochecitos, y después sus pequeños pasos vacilantes, sus carreras, sus rodillas raspadas.
De repente aparecen los pasos de su nieta adolescente con sus deportivas rojas, mirando el pavimento, como si tratara de encontrar un paseo de ladrillos amarillos, tal vez para encontrarse con un león, un espantapájaros y un hombre de hojalata.
© Chelo Cadavid 2014

El Niño

Escuchó su vocecita y abrió la puerta en silencio, lentamente. Ahí estaba el pequeño, sentado en el descansillo de la escalera, jugando con sus cochecitos.
Concentrado en su juego, no se dio cuenta de que su padre le observaba en silencio desde la puerta entreabierta. Quería unirse a su hijo, entrar en su mundo, pero los años habían creado un muro que convertía en polvo sus intentos, así que decidió mirarlo desde la acogedora penumbra de la vida adulta, con su realidad marcada por las agujas del reloj y la libertad asfixiada por la rutina
© Chelo Cadavid 2013

Segunda Oportunidad

El vagabundo jugueteaba con la pulsera del hospital entre los dedos. Pensaba en el médico que le había tratado en urgencias; la edad y el nombre coincidían. Trató de recordar el rostro del hijo que le había arrebatado años atrás su vida bohemia. Quizás debería haberle preguntado al joven si había recibido una acuarela el mes pasado, por su cumpleaños. El doctor había examinado sus dedos manchados de colores, para después mirarlo a la cara con detenimiento. Tal vez, la próxima vez que su corazón le fallara, podría entregarle otra de sus obras, con una explicación tardía.
© Chelo Cadavid 2013

El Buen Samaritano


Nunca olvidaría su primer encuentro. El esperaba en el semáforo y ella se acercó. Cuando se puso en verde, se sorprendió de que la mujer no cruzara la calle, fue entonces cuando se percató del nervioso bastoncillo blanco delante de ella. El hombre, encantador, le ofreció su brazo y charlaron mientras cruzaban la ancha avenida. Cuando llegaron a la otra acera, ella, a falta de bolígrafo, escribía números lentamente con la yema de su índice sobre la palma de la mano varonil, mientras él los memorizaba sonriente.

© Chelo Cadavid 2013